Bueno sí, reciclo el aceite, las pilas, los medicamentos y sustancias que contaminan, y los productos electrónicos los llevo al punto limpio. También entrego la ropa y los enseres que pueden ser reutilizados por el creciente número de personas sin liquidez, o por aquellas que están enamoradas de la rehabilitación de lo usado y del aprovechamiento en tiempos de finitud de recursos, al igual que yo.
Sin embargo, lo típico de contenedor de la esquina, pues como que ya no lo reciclo. Y lo digo con muy poca vergüenza y convencida, yo, una comprometida con el cuidado del medio ambiente y el entorno. Si mi coche más bien parecía un vertedero municipal, siempre listo para aprovechar el viaje y reciclar, que es lo que ocurre cuando vives en el campo y no dispones de depósitos cercanos de reciclado. Y no será porque no los solicitara por todas las vías posibles, pero la decisión final es de la empresa recicladora, que sopesa si le interesa o no económicamente el establecimiento de colectores.
Sí, si. La decisión no es ambiental, sino pecuniaria, aunque nos cuenten lo contrario. Y que conste que esta no es una incitación a convertirse en pasota. Todo lo contrario. Pero tengo que contar la historia de mi desencanto con el reciclaje. Tuvo lugar el día que me colé en una de esas excursiones populares guiadas a la planta regional de residuos. Una de esas plantas que hay por toda España, de propiedad privada, con nombre local para que suene cercana pero en realidad parte de una potente corporación. La plata la montó el gobierno autonómico con el dinero de todos, como suele ser lo habitual, se supone que para que nos haga el gran favor de gestionar la ingente cantidad de basura que generamos, lo cual también es un gran despropósito por nuestra parte, que cada vez compramos menos a granel y derrochamos más. Y no es pitorreo.
Dicha planta, con infraestructura y materia gratis a su disposición, es eficiente, hace bien los deberes y emplea a unos cuantos empleados, solo faltaba. Miren el modelo de negocio redondo, que para usted y para mí lo quisiéramos:
- Planta llave en mano para recibir absolutamente todos los camiones de la basura de la comunidad regional, materia prima a tutiplén.
- Previa entrada, cada camión se pesa y, conforme a los kilos, las autoridades abonan a la empresa el canon de limpieza correspondiente.
- La sofisticación de las instalaciones permite separar plástico, latas, metales, etc., que después se vende a las empresas recicladoras especializadas, con los consiguientes beneficios económicos. Incluso hacen compost con la materia orgánica, como yo en mi casa para mi huertito ecológico, y también lo venden a las empresas agrícolas.
- Lo que no es aprovechable para vender entre lo que usted y yo tiramos a la basura con conciencia o no de no haberlo depositado en el contenedor de reciclaje, o más bien habiéndoselo regalado como lucrativa materia prima a una u otra empresa, se incinera en un ingente horno que genera mucha electricidad. No me quisieron decir cuánta.
Es tanta la electricidad producida, que permite el total funcionamiento de la planta y además hay excedente. Tampoco me quisieron decir cuánto. Este no se convierte en suministro público sino que se vende a la red. Les pregunté si de alguna manera la corriente o los beneficios generados con su venta redundaban en la ciudadanía, pero claro, no me supieron decir.
Ese día me convertí en el personaje incómodo de una excursión que en principio tenía un objetivo meramente informativo-propagandístico. Pedí conocer los resultados de la empresa, supuestamente al servicio de todos, pero claramente no son de acceso público porque tampoco los encontré por otros medios. Llegué fatal a casa, entre otras cosas por la tremenda comilona que incluía la excursión gratuita y que más bien parecía destinada a mandar al otro barrio a tanto pensionista como iba en el autobús. Lo cual hubiera supuesto un gran revés para todos sus hijos parados y que dependen de ellos para comer y pagar la hipoteca. Aquí mi pequeño homenaje a esos injustamente denostados jubilados que mantienen el sistema.
A lo que iba, llegué a casa totalmente descolocada. Anuncié a bombo y platillo que allí no se reciclaba más, excepto lo dicho antes y alguna cosilla más (pilas, aceite, boticas, enseres, intercambio de ropa de los chavales entre vecinas, la leña del monte que limpio para calentar mi casa, las peladuras con las que hago el compost para nuestras verduras ecológicas, las sobras de la comida que se aprovechan para la cena...) y casi hubo motín. A mi hijo mayor se le llenaron los ojos de lágrimas, no entendía nada.
Cuando hablé con mi madre, que por cierto seguirá reciclando todo hasta el fin de sus días, me recordó que hace muchos años en las tiendas pagaban unos céntimos por la entrega de latas y botellas utilizadas. Lo del casco del refresco ya lo recuerdo. De hecho, actualmente, en países como Alemania también han habilitado con éxito máquinas vending que se tragan tus latas vacías y te abonan por ellas. Creo que es lo menos que se puede hacer. Si el reciclaje es labor de todos, que lo sea de verdad. No puede ser que los ciudadanos se sientan obligados a implicarse en un negocio que a la postre es absolutamente privado.
Tengo claro que también beneficia al medio ambiente y que los recursos del planeta son limitados. Pero si en las altas esferas realmente esto preocupara tanto, se empezaría por ejemplo por crear una política pesquera sostenible, por proteger de verdad la biodiversidad o por apostar a fondo por las energías limpias, en vez de criminalizar al ciudadano que no recicla, a veces por no ayudar a enriquecer a una empresa que se sirve de todas las ayudas públicas pero apenas devuelve nada a la sociedad. Visto lo visto, el medio ambiente y la calidad de vida de la gente apenas tiene sitio en las grandes agendas y yo apenas vergüenza para reconocer que casi no reciclo, aunque me ha costado lo mío.